Los ojos inyectados en sangre, amenazan con abandonar las órbitas, ansiosos por encontrar la salida. Las piernas ajadas y doloridas, describen torpes movimientos, en un tambaleo continuo. La venas hinchadas de vida, luchan por evitar la muerte. Mas el dolor atenaza, las fuerzas no alcanzan, los otros devoran, los pasos que restan y le posee fuerte el instinto de presa.
Dos hombres se abalanzaron y descargaron el peso de su ira. Otros tres, corrieron desde el final de la calle, arengados por los gritos enloquecidos de mujeres y niños que permanecían expectantes. El pobre diablo miraba a uno y otro lado, buscando un alma amiga donde anclar la razón; mas todo rostro que encontraba le vomitaba el mismo mantra “¡asesino!” entre esputos y quebradas de voz.
Quiso decir que era un error, que nada tenía que ver con aquello, pero su garganta era un puñado de polvo seco y el ingenio estaba siendo arrinconado a puntapiés por el terror. No hacía más que toser, luchando por encontrar algo de saliva con que poder explicarse; pero tragar era una tarea imposible y a punto estuvo de perder la razón al no recordar la forma de tomar aire, cuando un dolor agudo en su espalda le arrancó un claro y sonoro alarido.
Allá donde mirara, había gente; una oleada de figuras que parecía no tener fin. Notaba los tirones, los golpes que lo zarandeaban a uno y otro lado como un muñeco y un pitido estridente que lo fundía todo en un confuso y grotesco borrón. Entonces, de en medio de todo el gentío, distinguió una figura, alta, solemne y digna que parecía llamarle con la mirada mientras extendía su mano izquierda.
No sabía si andando o arrastrado por la multitud, llegó hasta él y sintió, sorprendido, que las zarpas de sus captores aflojaban la presa. Lo observó detenidamente y creyó ver en su rostro el final de la pesadilla. No sabría explicar el porqué, pero, por un momento, la gente pareció disiparse y sintió un poco de calma.
El hombre mesó las puntas afiladas de su bigote encarnado, observó con detenimiento al rostro perdido del pobre diablo y, sonriéndole, le ofreció paz.
-Tranquilo, muchacho. Ya se acaba.
Se le escapó un “gracias” fino, apenas presente, por la comisura de unos labios mal cerrados y una extraña alegría le invadió al dejar atrás los gritos, el dolor y la violencia del odio desgarrado. Solo dos hombres lo llevaban, cogido por los brazos, hacia los trece peldaños.
Fijaba su atención en la mirada tranquila de aquel tipo que, de forma incomprensible, seguía ofreciéndole orden y amparo en medio de aquel caos. Y siguió pendiente cuando llegó a la cima, cuando desde arriba vio hervir a la muchedumbre, cuando la áspera soga rasgó el légamo viscoso de aquel mal sueño.
-¿Jimmy, qué demonios era eso?
-Una ejecución. Ese de allí es el juez Tempestad y aquel tipo, otro sacrificio que asegura que tras su paso siempre llega la calma. Oí hablar de él hace tiempo, entre forajidos, el día en que perdí todo cuanto tenía, y debo decir que es exactamente como dijeron. Días después de su partida, este pueblo estará seco por dentro, lleno de preguntas y vacío de palabras para responder; pues ni este es el asesino que buscan, ni esa la paz que creen haber encontrado.
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